Y él me sonrió, con indulgencia o
con esperanza o con ternura o con todo a la vez, y casi se me para el corazón,
y si no se me paró fue porque ya no lo tenía dentro, estaba por allí, en algún
sitio, invisible, y si lo viera me gustaría darle una patada por haberme abandonado,
las cosas pasan por delante y hay que tirarse al cuello, porque la vida y las
cosas no son como un carrusel, que pasan y vuelven a pasar, sino más bien como
un tren, que pasa de largo y hay que subirse en marcha, porque el siguiente
puede tardar mucho en llegar o incluso no llegar nunca, porque en la vida las
cosas pasan y se ven, y por eso hay que ser valientes, y yo tengo miedo de
quedarme solo, sin él, marinero en tierra, enamorado sin corazón y para besarle
de una santa vez sobre pasando cualquier limitación, y aunque escasamente siete
centímetros separaban nuestras bocas, sus labios finos y bonitos y delicados y
los míos que no perderé tiempo en describir, aunque escasamente siete escasos centímetros
los separaban, parecía un plano hecho a escalas inexistentes, porque tardaría
una corta eternidad en recorrerlos, y por fin cubriría los 70 metros de
distancia y nuestros labios se conocerían, las dos o tres primeras veces muy
tímidamente, y después más profundamente. Y le besaría, le besaría como si tuviéramos
los minutos contados, el mundo traicionado, el veneno en el estómago, y
sentiría que ya no querría morir porque me querría con un amor loco y fugitivo
y quizás un poquito desgraciado todavía, pero este beso duraría…
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